Pasó las horas de muchos años sentado
en la silla. Su única silla. Linda silla de la que se podría decir que era
austera pero él no lo podía decir porque nunca había visto una silla que no lo
fuera y porque no tenía la palabra para decirlo, así que bueno, la silla no era
austera.
Patas gruesas, de pino. Respaldo
firme de cardo trenzado, como el asiento. Del abuelo fue. Se podría decir que
era su única silla pero se estaría mintiendo. Él tenía dos, la silla de afuera
y la silla de adentro que eran la misma y que perdían su mismidad cada vez que
el viejo la sacaba o la entraba.
Cuando estaba adentro la silla
era amarilla y el viejo oía bien clarito que
conversaba en voz baja con la caldera o con el mate y le decía algo a
las alpargatas de suela de sisal, algo que él no podía oír, eran palabras que
no sonaban, como casi todas las que dicen algo.
Cuando estaba afuera, en la
vereda mitad ladrillo mitad pasto, paralela a la ruta, la silla se mantenía en
silencio y era gris. O era naranja cuando el sol se ponía sin nubes justo allá
dónde empezaba o terminaba la ruta. El tiempo le fue deshilachando un poco las trenzas
de cardo. Y el pasto húmedo le fue pudriendo también un poco las patas de
adelante, porque las de atrás, el viejo siempre las apoyaba en el ladrillo. Le
gustaba sentir hundirse un poco las patas en la tierra. Y acomodar la silla y jugar a que se hundiera un poco más
del lado derecho que del izquierdo. El cardo deshilachado le hacía cosquillas
en los muslos a través del pantalón. El pantalón no era el único que tenía,
pero sí el único que se ponía, pero esa es otra historia que no voy a contar
ahora.
Ni después tampoco.
Hace años las cosquillas del
cardo lo molestaban, pero ya no. Sentía que era la forma que tenía la silla de
hablarle a él porque las palabras calladas de la silla valían solamente para la
caldera y el mate. Y para las alpargatas. El viejo sentía que con los pinchazos,
la silla le decía algo pero también desconfiaba que la silla le mentía. Sabía
que con el mate y la caldera hablaba por hablar la silla, pero que con las
alpargatas era distinto. Las alpargatas eran la únicas que sabían la verdad, estaba
seguro, pero no le importaba mucho, nunca había sido muy curioso.
Que el pueblo era como un telón
plano de teatro visto del otro lado de
la ruta, el viejo no lo podía decir ni lo podía pensar ni lo podía saber porque
nunca había cruzado la ruta y no sabía lo que era un teatro. Algún viajante de
comercio, de los que venían al almacén de al lado lo había dicho.
Y el viejo asintió sin entender,
igual que hacía cuando los pinchazos del cardo de la silla le hablaban. Siempre
supo que entender y no entender era lo mismo. No lo pensó, lo supo.
Pueblo de un lado solo. Cuatro
cuadras. Franja de casas calladas, dibujadas por trazos de ladrillos desnudos
de revoque. Callecitas de tierra que se perdían enseguida en la nada sólida del
campo.
Y en el medio, justo ahí, en el
medio, el viejo y su silla, horas y años sumidos en su charla sin palabras.
Y la cosa empezó un día
cualquiera si es que los días cualquiera existen.
A pesar de tener la piel de la
planta de los pies bastante curtida sintió que el sisal de las alpargatas lo
empujaba hacia delante. Hacia la ruta. Un gusaneo pinchudo, suave.
Un borrón rojo el pueblo para los
que pasaban en el ómnibus que casi nunca paraba.
Un borrón plateado el ómnibus para
el viejo que casi nunca miraba.
Y bueno.
Que las alpargatas lo hicieron
mirar más de lo que él hubiera querido cuando el ómnibus paraba un rato allá
del otro lado, tan cerca pero tan lejos. Y las caras en las ventanillas,
nubladas por los reflejos en los vidrios sin ver nunca al viejo, siempre
mirando adelante siempre hacia la ciudad invisible imposible impensable, que
tendría tantas cosas que quizá no tuviera ninguna.
Ese día cualquiera alguien miró. Lo
miró.
Pañuelo en la cabeza, cara
redonda pecosa, blusa abierta y un calor naranja que traspasó la ventanilla y
lo envolvió al viejo en un juvenil calofrío.
Las alpargatas empujaron más que
nunca.
Se paró. Miró la silla. La acomodó
un poco. Alisó el cardo con la mano.
Se dejó caminar dos pasos hacia
el ómnibus.
Se tanteó el bolsillo.
Tenía unos pesos para el pasaje.
Se dejó llevar otros dos pasos
por el sisal empecinado.
Se sacó las alpargatas.
Las dejó en el borde de la ruta.
Volvió descalzo, caminando hacia
atrás sobre el pasto húmedo.
Se sentó en la silla.
Y dijo sin hablar:
“qué se le va a hacer…”
¡Muy bueno!
ResponderBorrarCuando lo terminé de leer (por segunda vez) me vinieron dos cosas a la sesera: la primera es que esa escritura es un documento de identidad uruguayo, de un descendiente de Felisberto y de Onetti...; la segunda, el vals "Temblando" (pero este me anda dando vuelta hace unos días...)
Por si necesitara aclaración, los dos comentarios son elogiosos.
Un abrazo.
Fernando
Me gustó, creo.
ResponderBorrarMe encantó leerte; me encantó el cuento, bueno como muchas cosas que escribís; me encantó encontrar a Fernando aquí y que fuera el primero en comentar en esta vuelta. Ya sé que no es cierto que cualquier tiempo pasado fue mejor, pero qué bueno esto; ojalá que reviva alguna jugosa tertulia. Me quedo pensando en mi vida, en cuántas serán las veces que me descalcé las alpargatas para recular.
ResponderBorrarMuy bueno Santiago. La verdad, que hasta las tres cuartas partes tuve la misma impresión que otro comentarista: una brisa Felisbertiana entró por la ventana..... pero también tomalo como un elogio.
ResponderBorrarLuego el texto adquiere una redondez propia. Me encantó.