E N T R A D A S
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E T I Q U E T A S


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5 de diciembre de 2014

18 de noviembre de 2014

19 de septiembre de 2014

14 de septiembre de 2014

HUMBERTO QUAGLIATTA Y MOZART - QUE LAS HAY LAS HAY...


QUE LAS HAY LAS HAY…
 (Entrada que publiqué hace años y luego eliminé por temores heredados de la dictadura, Humbertito se merece una reedición)

No creo en nada. Pero en nada. Tá?
Fui siempre un desastre para la fe y cosas por el estilo. En mis tiempos de adolescente fui ateo, materialista dialéctico y todas esas cosas que uno era más que nada por haber leído algún libro de la Editorial Pueblos Unidos. Había uno en especial: “El Origen de la Vidade O.Oparin al que yo esgrimía como un ariete contra los curas de la parroquia del barrio, mareándolos con lagunitas calentitas, coacervados y aminoácidos primordiales. Que los átomos de nitrógeno en presencia del agua calentada por la lava y todas esas cosas. Ellos me contestaban con los típicos sofismas de Santo Tomás de Aquino y yo trataba de demostrarles que Dios era un perverso invento de las clases dominantes.

Así que yo de Dios, nada… Y de lo espiritual oculto menos.
Y no te digo nada de mi escepticismo con toda esa onda espiritista-new age-orientalista-ocultista-astrológica-místico-vegetariana. Cosas de señoras ociosas de Pocitos y de las revistas taroticas-ovni-macrobióticas de las peluquerías. Ambiente trucho y asfixiante que se respira en el incienso berreta de las tiendas de venta  de artículos de Indochina.   Y los mandalas… Por favor!! Mandalas a cagar…

A ver si me explico, para mí el misterio siempre fue importante, pero no ese misterio de angelitos de yeso pintados de dorado y velas con forma de pirámides o de películas del Viernes por la noche. Y tantas cosas “paranormales” que siempre me parecieron “para anormales”.

Todas estas vueltas son para que no se piensen que uno es un hombre fácil para eso del más allá.

Y para que sepan que lo que voy a contar es la pura verdad.

MOZART Y HUMBERTO QUAGLIATA

Allá por los años de la dictadura se había hecho famoso por estos lares un pianista. Bah, llamarle pianista es un poco insultante para los ejecutantes de tan noble instrumento. Este personaje, Humberto Quagliata daba (y todavía da), conciertos por todo el mundo, en especial en España, favorecido por las embajadas del gobierno militar. Había accedido a cierta fama a caballo de su relación non-sancta con el General Vadora, figura siniestra de un gobierno siniestro. Nunca mejor dicho “a caballo”, ya que el general y el pianista eran amantes. Bueno, eso se decía…
 Tenía también una especial habilidad para sacarse fotos con famosos, hasta con García Márquez, que no debe haber sospechado con qué facho se fotografiaba cuando lo hizo.
Ahora una digresión necesaria. Yo estaba en pareja con una pianista. Mozart era más sagrado que cualquier Dios de cualquier Olimpo. Eso tiene que ver con un verdadero culto mozartiano que se oficiaba en el conservatorio de su maestro, Santiago Baranda Reyes, en un ambiente musical montevideano que todavía conservaba viejas glorias de un pianismo de primer nivel.
En aquel tiempo la mencionada dama tenía en su casa un gran piano de cola y otro vertical.
Sobre la tapa superior del piano vertical había un pesado busto de Mozart, de bronce,  pegado a una maciza base de mármol rosado. Inconmoviblemente apoyado sobre la madera, daba trabajo moverlo para limpiarlo.

Bueno, el asunto es que Quagliata iba a tocar un concierto de Mozart en el teatro Solís con la Orquesta del Sodre. Y fuimos. Todo Montevideo fue, para ver el espectáculo de ese payaso del fascismo. Y lo vimos llegar al viejo Solís. Era la época en que todavía los artistas entraban por la puerta principal al igual que el público.
Sobretodo negro de terciopelo hasta el piso con enormes solapas, esmoquin impecable debajo, pañoleta de seda al cuello y como toque extravagante, unas enormes botas tejanas de taco alto por fuera del pantalón, llenas de tachas plateadas en punta de diamante. Era una figura inquietante, así, recortada contra las columnas de mármol.
Sacamos primerísima fila y nos sentamos bien enfrentados al piano. La primera fila de la platea era un poco baja, así que teníamos la banqueta del piano a la altura de los ojos.

Y bueno. El tipo entró taconeando con sus botas tejanas haciendo temblar las tablas, saludó, se acomodó en la banqueta y aquello empezó.  Yo no sé si todos los que leen esto tienen una idea de lo que es Mozart. Pero Mozart es música en estado puro. Es claridad. Juego cristalino con los sonidos. Abstracción. Delicadeza y fuerza. Ritmo perfecto. Liviandad profunda. Humor lleno de ternura.  Los buenos músicos tratan de dejarlo salir, sin empujarlo, sin énfasis baratos.
Cuando este individuo empezó a tocar el mundo se vino abajo. A un metro de nuestros ojos teníamos la bota tejana derecha marcando el tiempo contra la madera del piso mientras la bota izquierda oprimía neuróticamente el pedal. (usar pedal en Mozart queda como el orto, es el recurso de los que no son capaces de ligar de otra manera, es como los que abusan del eco en las grabaciones) La mano izquierda martillaba los bajos a un tiempo diferente del que marcaba la bota derecha y también diferente al ritmo de la mano derecha que pretendía “expresar” wagnerianamente las límpidas frases de Mozart.  Y todo eso, por supuesto, diferente al tiempo que marcaba el director. Brutalidad inaudita, vanidad sin límites, confusión e impunidad de un protegido de un régimen también brutal, vano, confuso e impune.

La expresión de mi partenaire era impagable. Su sufrimiento e indignación eran casi cómicos.
Aquel despelote musical no terminaba más. Estuvo a punto de levantarse e insultarlo. No podía estar quieta en la butaca. Yo trataba de contenerla, ya que el teatro estaba lleno de milicos.

Bueno, todo terminó y nos fuimos en medio de los aplausos.
Directo a la casa. No había ánimos para ir a tomar nada.

Llegamos. Abrimos la puerta de la casa en la que nadie había estado en todo el día.
El busto de Mozart  estaba en medio del piso de la habitación. Había caído desde la tabla superior de la caja del piano sobre la tapa del teclado que mostraba una profunda marca producida por la punta de la base de mármol y de ahí había rebotado a dos metros de distancia. 


 NOTA: Acabo de entrar a Internet. Quagliata aún existe y parece ser bastante conocido en España. Es más, lo consideran un grande. No sé si me cerrarán el blog.  Pero para mí es y será siempre una cagada.

24 de agosto de 2014

ONETTI o la Perversión invertida




Hace días, muchos ya, antes de que otros temas más futboleros y de política internacional nos succionaran la mente, estábamos hablando, en el muro de Lalo Banegra Coloquios  del caso del Profe que tenía una relación con una niña de 14 años  y zafó del peso de la ley aduciendo “ignorar” la edad de la chica. Además de hacerla abortar clandestina y peligrosamente.

Todos indignadísimos. 
A mí también me indignó.

No la relación en sí misma sino la actitud cobarde del tipo y la decisión machista del juez,
Y todos estamos contestes en que la relación de un adulto con una niña es algo “perverso”
Aunque la idea de perversión no sea muy clara y parezca no ser la misma  para todos.
En realidad las definiciones de “perversión” de la RAE y similares son un tanto vagas, porque se refieren a cosa más bien jodidas que se salen de la norma.  Y los conceptos  de cosas “jodidas” y de “norma” están cambiando rápidamente.
Pero convengamos en que fifarse a una muerta, o a un gatito  es una perversión hoy día.
El sexo oral lo fue pero ya no lo es.
El anal tampoco.
Pero volvamos a lo de la niña de 14. Se considera perverso que aunque la niña de 14 parezca de 20 en sus atributos físicos, aunque parezca una mujer hecha y derecha, sigue siendo una niña y sigue siendo una perversión acostarse con ella aunque lo consienta. El morbo del tipo se despierta porque está con una niña que parece una mujer. Hay mucho de mezquino y repudiable abuso del poder que da la adultez y la experiencia, sobre la falta de herramientas existenciales de una niña o un niño. Porque un niño tiene su sexualidad y sus deseos pero aún  no sabe manejarlos y también tiene una ingenua y fascinada confianza en el adulto.

¿Pero qué pasa si invertimos la perversión.?
¿Y si hacemos una  perversión al revés?

Es decir, hay una mujer adulta que parece una niña, y el señor en cuestión disfruta de su “niñedad” con absoluta impunidad. ¿No suena más perverso esto todavía? Es el refinamiento de la perversión, porque me doy el lujo de ser perverso sin serlo.

Como ejemplo estas palabras de J.C.Onetti  en una carta a su amigo Julio Payró:

“Protesto con indignación sobre la edad atribuida a mi última adquisición: no son 16 sino 19, pero como representa 15, como  se viste para 12 , como camina para 10, disfruto la ventaja de poder acariciarla castamente en público, parques y jardines, ya que es lícito para un buen y amante padre hacerlo. Qué le voy a decir de la criatura. Me insulta, me jura amor eterno, suplica y maldice, miente, otra vez vuelve a mentir. Tiene la cara tan putrefacta y maloliente como la de Bette Davies, a la que por otra parte, se parece demasiado. No tiene cuerpo; huesos, algún seno, manos y nada más. Tiene novio, desde hace rato, pero declara que “esto es otra cosa”. Lamento no poderla amar: no es profunda (no se admiten chistes)”


Qué cosas no. Si uno fuera un fundamentalista de lo políticamente correcto no leería más a ese señor. 
Pero hay que separar los tantos. 
Sigue siendo nuestro mayor escritor, a pesar de muchas cosas que ha dicho y hecho. Por eso le hice el homenajito de ese mal retrato  que luce ahí arriba.

9 de junio de 2014

OTOÑO

Era un otoño pardo
de miradas esquivas
Era un paseo nocturno
encandilado
por unos silencios 
felices de mentiras
y unas caricias torpes
escondidas 
enredadas y sabias
fabricando recuerdos
sin saberlo.
Cómo saber entonces
que ahora 
ahora todavía
permanecen mojados
tercamente
por una  salada antigua y triste
humedad perdida.

25 de mayo de 2014

MAR





Había un mar.

Te digo que lo había.

Un mar que hablaba sin decirte nada
que te dejaba mudo ahí en la orilla
y no valía mirar para otro lado
cerrando los oídos a su voz callada.


Yo tenía un mar que pronunciaba siempre
palabras inaudibles
desde el fondo.

Yo sé que lo tenía,
estoy seguro.

Aunque nunca me vio

porque los mares,

solamente se miran a sí mismos.

8 de abril de 2014

ROJO



Era un viernes 17, de octubre creía, o de abril tanto daba. Un día cualquiera que como todos los días nunca es cualquiera. Se preparó cuidadosamente para la operación, siguiendo el riguroso protocolo indicado para este tipo de procedimiento. No por profesionalismo o por responsabilidad. Por simple costumbre nada más. Hay magia en esos movimientos que se repiten por repetirse siempre igual a sí mismos mudos de preguntas. Pensó que estaba engordando demasiado y que debería comprarse una túnica más grande, esta ya le tironeaba en los botones. Afortunadamente la ropa de papel esterilizado disimulaba todo. Como Agustina, que siempre iba sin nada debajo. Y él veía más sin ver que viendo. También pensó que tendría que hacer lavar la camioneta, cosa que venía postergando ya hacía semanas y Graciela iba a terminar sintiendo el perfume de Agustina. Pensó también que seguramente debería tomar menos whisky en días de guardia quirúrgica.  Mientras se lavaba parsimonioso las manos, se miró en el espejo y se dijo que con suerte no se le notaría mucho el mareo si no le veían los ojos algo hinchados y rojizos. Se tambaleó ligeramente al entrar al quirófano y los médicos asistentes y enfermeras le resultaron graciosamente parecidos a astronautas. Con sus botas de papel. Un mundo de papel y metal encandilados.  Sin gravedad, flotando en la esterilidad de esa habitación que siempre le había recordado a  un módulo espacial, algo fuera de la realidad. La luz inhumana. El sonido metálico de los instrumentos esterilizados rebotando con fría crueldad en los azulejos, esos que siempre contaba compulsivamente para no pensar en nada. Y los  autómatas sin cara y gorras de baño. Celeste contra blanco y el brillo del metal de las camillas. Nunca se acostumbró a eso. Ni se sintió parte de ese mundo paralelo, siempre lo miró de afuera. Se acercó a la mesa, vio los campos descubriendo la zona de batalla en el cuerpo del paciente. Objeto, se repetía siempre, un objeto me repito y no un sujeto es lo operable. Un sujeto me resultaría inoperable. De pronto mi vida se ha ido quedando vacía de sujetos y colmada de predicados también vacíos. ¿Dónde habré dejado la botella? No recuerdo si esta cosa es la vieja de la 112 o la de la 107. No recuerdo si debo practicar una colostomía o una histerectomía. No tuve tiempo de mirar la planilla y las placas. De todas formas digo con seguridad al espectro que supongo es Agustina: “Bisturí, y tengan prontos el aspirador y los separadores”. Yo estoy jugado ya. La vieja ya está jugada. Tengo una imperiosa necesidad de rojo y de dados en el aire. Y de pájaros muertos en la carretera. Esa arteria me tienta a seccionarla con una fuerza más grande que el amor. Sigo pensando en el lunar en el hombro de Agustina y en dónde habré puesto la botella. El rojo ya lo cubre todo.

santi

4 de noviembre de 2013

LA SILLA




 Pasó las horas de muchos años sentado en la silla. Su única silla. Linda silla de la que se podría decir que era austera pero él no lo podía decir porque nunca había visto una silla que no lo fuera y porque no tenía la palabra para decirlo, así que bueno, la silla no era austera.

Patas gruesas, de pino. Respaldo firme de cardo trenzado, como el asiento. Del abuelo fue. Se podría decir que era su única silla pero se estaría mintiendo. Él tenía dos, la silla de afuera y la silla de adentro que eran la misma y que perdían su mismidad cada vez que el viejo la sacaba o la entraba.

Cuando estaba adentro la silla era amarilla y el viejo oía bien clarito que  conversaba en voz baja con la caldera o con el mate y le decía algo a las alpargatas de suela de sisal, algo que él no podía oír, eran palabras que no sonaban, como casi todas las que dicen algo.  

Cuando estaba afuera, en la vereda mitad ladrillo mitad pasto, paralela a la ruta, la silla se mantenía en silencio y era gris. O era naranja cuando el sol se ponía sin nubes justo allá dónde empezaba o terminaba la ruta. El tiempo le fue deshilachando un poco las trenzas de cardo. Y el pasto húmedo le fue pudriendo también un poco las patas de adelante, porque las de atrás, el viejo siempre las apoyaba en el ladrillo. Le gustaba sentir hundirse un poco las patas en la tierra. Y acomodar  la silla y jugar a que se hundiera un poco más del lado derecho que del izquierdo. El cardo deshilachado le hacía cosquillas en los muslos a través del pantalón. El pantalón no era el único que tenía, pero sí el único que se ponía, pero esa es otra historia que no voy a contar ahora.

Ni después tampoco.

Hace años las cosquillas del cardo lo molestaban, pero ya no. Sentía que era la forma que tenía la silla de hablarle a él porque las palabras calladas de la silla valían solamente para la caldera y el mate. Y para las alpargatas. El viejo sentía que con los pinchazos, la silla le decía algo pero también desconfiaba que la silla le mentía. Sabía que con el mate y la caldera hablaba por hablar la silla, pero que con las alpargatas era distinto. Las alpargatas eran la únicas que sabían la verdad, estaba seguro, pero no le importaba mucho, nunca había sido muy curioso.



Que el pueblo era como un telón plano de teatro visto del otro lado  de la ruta, el viejo no lo podía decir ni lo podía pensar ni lo podía saber porque nunca había cruzado la ruta y no sabía lo que era un teatro. Algún viajante de comercio, de los que venían al almacén de al lado lo había dicho.

Y el viejo asintió sin entender, igual que hacía cuando los pinchazos del cardo de la silla le hablaban. Siempre supo que entender y no entender era lo mismo. No lo pensó, lo supo.

Pueblo de un lado solo. Cuatro cuadras. Franja de casas calladas, dibujadas por trazos de ladrillos desnudos de revoque. Callecitas de tierra que se perdían enseguida en la nada sólida del campo.

Y en el medio, justo ahí, en el medio, el viejo y su silla, horas y años sumidos en su charla sin palabras.



Y la cosa empezó un día cualquiera si es que los días cualquiera existen.



A pesar de tener la piel de la planta de los pies bastante curtida sintió que el sisal de las alpargatas lo empujaba hacia delante. Hacia la ruta. Un gusaneo pinchudo, suave.



Un borrón rojo el pueblo para los que pasaban en el ómnibus que casi nunca paraba.

Un borrón plateado el ómnibus para el viejo que casi nunca miraba.






Y bueno.



Que las alpargatas lo hicieron mirar más de lo que él hubiera querido cuando el ómnibus paraba un rato allá del otro lado, tan cerca pero tan lejos. Y las caras en las ventanillas, nubladas por los reflejos en los vidrios sin ver nunca al viejo, siempre mirando adelante siempre hacia la ciudad invisible imposible impensable, que tendría tantas cosas que quizá no tuviera ninguna.



Ese día cualquiera alguien miró. Lo miró.

Pañuelo en la cabeza, cara redonda pecosa, blusa abierta y un calor naranja que traspasó la ventanilla y lo envolvió al viejo en un juvenil calofrío.

Las alpargatas empujaron más que nunca.

Se paró. Miró la silla. La acomodó un poco. Alisó el cardo con la mano.

Se dejó caminar dos pasos hacia el ómnibus.

Se tanteó el bolsillo.

Tenía unos pesos para el pasaje.

Se dejó llevar otros dos pasos por el sisal empecinado.

Se sacó las alpargatas.

Las dejó en el borde de  la ruta.

Volvió descalzo, caminando hacia atrás sobre el pasto húmedo.

Se sentó en la silla.

Y dijo sin hablar:

“qué se le va a hacer…”

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